domingo, 29 de mayo de 2016


HIROSHIMA Y OBAMA


Marcelo Medrano Hurtado
29 de mayo de 2016


LA CENIZA

Eran las 8 y 15 de la mañana del 6 de agosto de 1945 cuando, a 600 metros de altitud, la bomba explotó en una bola de fuego infernal; en microsegundos, el aire hirvió a decenas de millones de grados centígrados. Abajo, se incendiaron, reventaron, se desintegraron, se vaporizaron. Tras la explosión, la onda de choque a unos treinta mil grados centígrados (cinco veces la temperatura de la superficie del sol) avanzó a velocidades escalofriantes devorando absolutamente todo. Vino entonces la segunda esfera de fuego a reforzar la primera, y se extendió por kilómetros… Luego, en la hirviente atmósfera de devastación, hubo un perfecto silencio que el viento interrumpió con la lluvia de ceniza humana de 70 mil personas.


EL PODER

Obama en Hiroshima, hace pocos días, fue directo: “Han pasado 71 años desde aquel día. Era una mañana luminosa y sin nubes. La muerte cayó del cielo y el mundo cambió”. Para el poderoso, la muerte sobre la ciudad solo llegó como destino fatal, sin mano visible que portara ese demencial sol sobre aquellos humanos copos de ceniza. El secretario de Estado estadounidense, John Kerry, en su visita a Japón en abril de este año, indicó que Estados Unidos no iba a disculparse con nadie por el lanzamiento de las bombas atómicas. Efectivamente, eso ocurrió. La mayor potencia en armamento nuclear no tiene que mendigar perdones ni comprensión.

Quien sí pidió perdón al mundo tras el uso de las bombas fue Albert Einstein. En 1939, y alarmado por las investigaciones en fisión nuclear realizadas por la Alemania nazi, escribió una carta al presidente norteamericano Roosevelt solicitándole avanzar en esa misma línea de trabajo. En octubre de 1941, dos meses antes del ataque japonés a Pearl Harbor, en el Pacífico, y que involucró a los Estados Unidos directamente en la Segunda Guerra Mundial, Roosevelt recibió la aprobación para la creación de la bomba atómica.

Einstein se convirtió, luego, en ferviente defensor de la paz y de la necesidad de un gobierno supranacional que poseyera el conocimiento y el control de todo armamento atómico. En 1953, en carta al filósofo japonés Seiei Shinohara, Einstein le mostró su remordimiento: "Condeno totalmente el recurso de la bomba atómica contra Japón, pero no pude hacer nada para impedirlo"; sentimiento que, plasmado en su melancólica mirada de postguerra, le acompañó todos esos años hasta el día de su muerte.


LA DEMENCIA

El mundo puede explotar varias veces con el armamento actualmente existente. Tras la desaparición de la Unión Soviética, la amenaza atómica se diluyó de las agendas progresistas. Sin embargo, la locura en su uso está latente. En 2009, durante uno de los genocidios de Israel sobre la Franja de Gaza, el entonces diputado y luego ministro de relaciones exteriores, el sionista Avigdor Lieberman, pidió a su gobierno la misma solución al problema palestino que la usada por los Estados Unidos contra Japón. Israel –que no Irán- posee unos 400 misiles con carga atómica. Sin control. O el reciente deseo del candidato presidencial republicano Donald Trump al proponer que Japón y Corea del Sur se armen con arsenal nuclear para enfrentar a Corea del Norte sin ayuda de Estados Unidos, en declaraciones que después reculó. 


LA MILITANCIA

Al pie del obelisco de 169 metros de altura, en honor a Washington, una camioneta alarma a toda la nación. En su interior, habría 500 kilos de explosivos. El secuestrador del monumento de mármol y granito iba a “hacer(lo) estallar si no se prohíben las armas nucleares". Tras varias horas en que infructuosamente exigía, como ‘rescate’, que se inicie un “debate nacional” sobre el armamento nuclear, era fulminado aquel 8 de diciembre de 1982, en vivo y en directo, por los francotiradores.

Antes, Norman Mayer, ‘kamikaze antinuclear’ de 70 años, había permanecido dos meses en un plantón frente a la Casa Blanca, sin resultados. En el obelisco, la camioneta estaba vacía.


LA GRULLA

Y, como es obvio, Obama tampoco habló de la lluvia negra que cayó sobre los sobrevivientes. 245 mil personas murieron hasta finales de 1945 y miles más de hibakushas, como Sadako, llevaron impregnados en su piel el horror de aquellos 6 de agosto, en Hiroshima, y 9 de agosto, en Nagasaki. Para 1954, Sadako Sasaki acusó ya los primeros síntomas con hinchazón del cuello y el púrpura en sus piernas. Fue internada. A sus doce años, en una cama de hospital, se aferró a la vida: con todas sus fuerzas, en desesperada lucha contra la leucemia, comenzó a doblar inanimados papeles para dar vida a mil grullas de origami que, según la esperanzadora leyenda japonesa, cumpliría sus deseos imposibles. Mientras su habitación pequeña se poblaba de decenas y, luego, cientos de coloridas grullas, cada pliegue en cualquier pedazo de papel se le hizo más difícil hacerlo… El 25 de octubre de 1955, falleció; pero las grullas en origami son, ahora, símbolo del deseo de paz.


LA URGENCIA

La historia indica que el lanzamiento de las bombas atómicas condicionó la rendición de Japón ante los Estados Unidos, y no ante la Unión Soviética que, tras derrotar al fascismo en Europa, se preparaba para el combate en el Pacífico. Que el frente comunista se amplíe hasta Japón fue frenado con dos esferas de fuego. Setenta años después, una madrugada atómica es un fantasma que se cierne sobre el planeta. El armamento nuclear es un problema para la humanidad, y su solución pasa por un sistema no capitalista. Aquello de “socialismo o barbarie” conlleva, ahora, la urgente necesidad de la militancia mundial antinuclear.

Marcelo Medrano Hurtado
29 de mayo de 2016
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